REALIDADES QUÍMICAS

La Enfermerita

“Ha cruzado la calle al revés, el Señor”, le dice la enfermerita. Sergio levanta la vista, la investiga, confundido, pasivo. No puede creer que esté adentro de un hospital, tiene la llave de su casa en la mano, y ésta todavía conserva la acción de acercarse a lo que pensó que iba a ser el picaporte de su puerta de entrada, la misma de siempre, piensa, como es lógico. “Ha cruzado la calle al revés, el Señor”, repite la enfermerita, él siente que no coincide con el hospital, que ella tiene razón, principalmente por la naturalidad con que la enfermerita está puesta en la realidad, en su hábitat hospitalario, no como un espectáculo, una realidad ficticia con que se quisiera marear a Sergio, sino que ella es la normalidad, Sergio no, Sergio cruzó al revés, tiene mal la dirección hidráulica, el piloto automático.
Hay un sentido instrumental que subyace a las conductas de Sergio, como todo ser humano que intenta hacer algo común, y que lleva a cabo esta práctica mundial con naturalidad psicológica. Pero la enfermerita explica otra cosa, en una forma comprensible de la metafísica: que la finalidad de Sergio es estar-al-revés. O esto es lo que Sergio siente que escucha: una indicación geográfica que, en el fondo, esconde un reproche ontológico: está separado de los reales, el Señor. ¿Y por qué no revelarse contra la realidad de la enfermerita, no dejarla ser? Para Sergio tenía que ser verdad que él había cruzado mal, porque había una forma de lo normal en el modo como ella se lo decía, que Sergio, por el contrario, no podía reconocer en sí mismo. Parecía que ella anduviera atada al frente de Sergio con naturalidad metafísica . Y por eso ella trataba el asunto de Sergio con extrañeza, porque de un lado de la facticidad estaba la enfermerita, como es natural, del otro estaba el instinto de verosimilitud de Sergio, que había sufrido un quiebre, como si la normalidad de él fuera una anomalía lógica, la existencia de Sergio estaba en hipótesis, no se comprobaba del todo, al menos en la forma en que la planteaba él.
Se deja convencer por la enfermerita, ni siquiera duda a dónde echar el ancla de su sentimiento de lo real, si en la realidad que le explica la enfermerita o en la realidad hacia la que él se dirigía, ocupado en sus normales direccionamientos. No va a volver a confiar en su sentimiento técnico, la realidad es algo que tiene sentido instrumental y que no tiene que ver con el suyo, no se adecuan, Sergio siente, ahora, que es algo que vino a la realidad digitalizado para programa solipsista, invertido, sin garantías naturales, y que en la base de su burbuja de lo objetivo hay una plataforma giratoria de la que es víctima, como el muñequito más importante de una vidriera maquinizada con fines que trascienden las funciones del juguete.
De ahora en adelante, todo lo que sea natural para él, por regla general, no va a ser tomado en cuenta, por más que el sentimiento de verosimilitud con que se instale en la mente sea como un software irresistible, probablemente sea hasta saludable seguir cruzando la calle al revés, para encontrarse con la enfermerita, así ella le explica a dónde está la realidad, le hace falta un mapa, alguien que le indique los sentidos, una terapia: que la enfermerita siga apareciendo ahí donde él hace las cosas normales al revés, para hacerlo entrar con métodos médicos a los lugares familiares hacia los que se dirige. Piensa que toda su vida será una cruzada hacia espacios que se le dan vuelta, como si fuera él lo que se mareara cada vez que trata de conducirse por la realidad, y que es imprescindible contratar enfermeritas, para que lo vigilen, así no sufre otra vuelta. Y si ellas no siguen apareciendo, entonces él va a seguir rebotando inconscientemente de un sitio a otro, como un deporte religioso entre lo ontológico en-sí y la ilusión de esto.
Una cuadra antes de llegar a su casa trabajaba en su principio de realidad, pensaba que lo anterior había sido una fantasía, probablemente la visión de la enfermerita era algo que le despertaba traumas que él sólo podía reconocer por las consecuencias metafísicas que acarreaban en su instinto geográfico, como un cetáceo que no supiera administrar su sistema de ecolocalización. Avanzaba imaginando que no era él lo que estuviera desenganchado de las plataformas reales sino que, en realidad, algo sobrenatural le mezclaba la realidad, haciéndola rotar 180° como a una maqueta giratoria, con intenciones malignas. La enfermerita era lo artificial, pensaba Sergio. Sergio se imaginaba como un muñequito suspendido de la realidad, autosuficiente, no adherido a la maqueta giratoria del jugueteo trascendente que la enfermerita practicaba con él, y que no debía dejarse conquistar por las normalidades médicas desde las que ella le hablaba, clavada en su realidad, en la de Sergio, como si ella fuera una espía endopsíquica que se metiera en los programas trascendentales de Sergio, monopolizando la aplicación de naturalidad psicológica, y esto era lo que confundía, que a ella no le pareciera extraño estar metida en la realidad de Sergio, sino que lo que había que analizar era el sentido de Sergio, su aspiración a hacer las cosas al revés.
Pero una vez que metía la llave en la otra realidad, a pesar de hacerlo con la voluntad típica de a quien no le sucedieran cosas extrañas, la enfermerita volvía a aparecer, pedagógica, metafísica. La verosimilitud de Sergio se formateaba, sentía que andaba adentro de un programa distinto, hasta que, finalmente, se completaba la transformación: su principio de realidad, vencido, le hacía sentir que la enfermerita era necesaria, porque la realidad de él era un programa, otro artefacto. Y había como un tono de reproche naturalista en la forma como la enfermerita volvía a decir lo de siempre, como si Sergio fuera un niño obsesionado con su videojuego de mente, había que regresarlo a este mundo.
Ya no le interesaba el control de la realidad. “Ha cruzado la calle al revés, el Señor”, memorizaba, se perdía, imaginaba que su propia arquitectura psíquica era una gran plataforma giratoria en cuya base hubiera en miniatura enfermeritas atornilladas, de hierro, medicinas mentales, maquinitas, que garantizaban las funciones epistemológicas de Sergio, para que anduviera orientado correctamente por la realidad, aunque no tuviera en-sí, trascendentalmente, la facultad de adecuarse a lo objetivo. Enfermeritas mentales, como técnicas de la razón, arreglaban los sentidos finales de Sergio, para que no metiera la llave en realidades opuestas.
No se le encendía ya el deseo de dominar un control remoto naturalista, tener el poder de elegir lo normal, como programas sucesivos que se pudieran cambiar adentro del monitor de la realidad. ¿Por qué no se le ocurría interrogar a la enfermerita? “¿Qué hiciste con mi realidad?”, podría haber dicho, atribuirle a algo que no fuera él la responsabilidad en la rotación de lo real. En cambio, aceptó que era una equivocación personal, no una arbitrariedad, un jugueteo médico.
Ella detenta la realidad, sabe qué es, y qué no. Cada vez que Sergio cruza veredas mira hacia todas partes, desorientado, a veces camina mirando hacia abajo, ensimismado, solo, como si esta falta de atención a lo que tiene al frente fuera la condición de posibilidad para que la enfermerita se le aparezca.
No es que ella sea el cien por ciento de realidad de él, pero no puede sustraerse al sentimiento de jerarquía ontológica, ella parece auténtica. Una vez la enfermerita se extendió en asuntos personales, dijo que ya iba sintiendo estima por él, que probablemente se iban a enamorar, y a Sergio le dio apuro con lástima no haberse dado cuenta antes de todo lo que se le decía, y cuando hizo un gesto afirmativo como un esclavo tecnicista, miedo a las consecuencias, pensó que tampoco estaba siendo auténtico, y que la forma en que lo había dicho no coincidía con la forma en que se imaginó a sí mismo, un instante previo , diciéndoselo a su reproducción mental de la enfermerita, que el sonido de la respuesta era inverosímil en comparación con la melodía psicológica en que a él se le ocurrió, tal vez había sometido la frase a demasiados estudios previos, antes de largarla a la realidad, y por eso ahora la frase no coincidía con él, ella daba vuelta el rostro, suspendida en el interior del hospital, como si fuera un hada que hiciera su aparición acompañada de su círculo natural, y se suspendía con indiferencia, con lo cual él advertía, a juzgar por el modo como ella mostraba los síntomas de no estar creyéndole, que él no había sido sincero, y que la estaba engañando, a ella, que era la realidad.
“No sé si se acuerda de mí, yo cruzo la calle al revés”, dijo Sergio, caminando hacia atrás, una vez que quería cruzar hacia el hospital para conversar con la enfermerita. Pensaba que para ir hacia donde quería llegar tenía que tomar el sentido opuesto al que se le ocurriera. Así que, para cruzar bien, en realidad, tenía que ir hacia atrás. Además, ensayaba lo que fuera a decirle una vez que entraran en relación. Cuando llegó al hospital, al no ir caminando como es lógico, no vio a la enfermera que cruzaba la escalinata y la chocó, de espaldas. “¿Es usted, enfermerita?”, preguntó Sergio, sin darse vuelta, todavía, no fuera a ser cosa que si lo hacía le apareciera al frente su hogar, como es lógico. “No nos conocemos”, escuchó. Y mientras la enfermera juntaba sus cosas del piso, le preguntó: “¿por qué camina así, al revés? ¿no ve que las demás personas caminan para adelante, como es lógico?”. A Sergio le molestó que ella sugiriera que en la relación de ellos hubiera que tener en cuenta a los demás, como si la otredad fuera una tabla de elementos químicos a partir de la que calcular los componentes ocultos de Sergio, lleno de miniaturas biológicas, responsables de su funcionamiento metafísico malo. “La estaba buscando”, dijo con sencillez epistemológica, exploratoria. “Ya le dije que no lo conozco, dese la vuelta así le tomo los datos”, repuso con severidad la enfermera, clavada encima de la escalinata del hospital. Sergio sintió que se lo trataba como a un aparato forzado a mostrar su patente real. Entonces la enfermera empezó a llamar a la seguridad, cuando Sergio salió corriendo para adelante, como es lógico.
Mientras iba sacando la llave para meterla en el picaporte de su casa y esconderse de la seguridad del hospital, sintió la voz de la enfermerita, como es lógico: “Ha cruzado la calle al revés, el Señor”. Sergio se detuvo, cansado de la velocidad con que había cruzado, y alzó la mano a la enfermerita, cordial, respetuoso, como si esta vez ella fuera sólo algo secundario en lo de él, y que se tomara el tiempo mínimo, en que cabe alguna elegancia, para armar un saludo. Rápidamente, comenzó a girar 180° para ver si lo perseguían los de la seguridad, pero la enfermerita lo agarró del hombro, con cariño pedagógico, y le dijo que no debía hacerlo, que fijara la vista en ella, hacia delante, lo de atrás era otra cosa, nada, y él sintió que ella lo apoyaba en su escote médico para ayudarlo a acceder a las partes ocultas del realismo.